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Me encantan las ciudades. Sobretodo si tienen turismo, ya sea por culpa de los edificios que otros hicieron unos cuantos años atrás y que ahora son monumentos o, simplemente, por su tamaño. O por su playa. Por supuesto que me gusta hacer turismo, conocer sitios nuevos, experimentar nuevas culturas; pero, lo que más me gusta de las ciudades de este tipo (hoy en día, cualquiera) es la gente.
Un amigo y yo, ya que nos gusta ser puntuales en nuestras citas (aunque no fueran citas y simplemente fuera quedar con los colegas para ir a tomar algo) siempre disponíamos de entre diez y veinte minutos de espera. Todo esto siempre bajo el reloj de la Plaza Mayor (de Salamanca), donde queda todo el mundo, vaya. Pues ahí estábamos nosotros, tarde tras tarde, con diez minutos mínimo de tiempo de espera; a veces acompañados a veces no. Y es que, ¿en qué los vas a emplear? Porque se puede hablar, claro que sí, pero después de un viaje de veinte minutos en bus, las pocas novedades ya se han contado antes. Sólo quedaba una opción. Mirar.
Observar a la gente es un fenómeno que no todo el mundo sabe apreciar. Una de las clases sociales que más lo disfruta es la de los viejos que se sientan en bancos, o los que pasean. A simple vista, se pasan el día dando vueltas o dando de comer a las palomas (con lo horribles que son); pero, sin embargo, lo que hacen es ver a la gente. Estudiar sus movimientos. Puede que incluso planéen conspiraciones (que luego nunca llegan a su fin, están demasiado mayores para ello). Pues bien, esto de observar se nos da bastante bien, creo. La cosa es, que nosotros nos divertíamos hubiera la gente que hubiera. Desde un hombre que se creía Indiana Jones, hasta niñatos que cada día son más insoportables (Ahora van por la época moderna, es que se cansan y vuelven a cambiar. Cada seis meses, más o menos).
En Madrid, por supuesto, esto es mucho más fácil. Aunque la complicación se presenta ya que, al haber tanta gente, no tienes ni idea de dónde mirar.
Pero siempre nos quedará el metro.
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